La República y el terror islámico

Entre las muchas cosas que los europeos debemos a Francia está el compromiso militar en la lucha contra el terrorismo, en particular en la guerra de Siria. Francia mantiene mil militares desplegados en Siria y una importante fuerza aérea, además del portaaviones Charles de Gaulle en la zona. La actitud contrasta con la mantenida en otras ocasiones, en particular en 2003. Desde entonces se ha reconstruido un consenso nuevo, basado en la voluntad de que Francia siga siendo una referencia en la seguridad mundial y en la convicción de que la defensa contra el terrorismo islámico requiere un cierto grado de intervención en los países de origen.

 

El caso es aún más digno de elogio por los especiales riesgos que asume Francia, antigua potencia colonial en países que han conocido, y conocen la amenaza yihadista de muy cerca. Entre ellos está la propia Siria, protectorado francés en los años veinte y, más cerca, Argelia, donde el islamismo provocó una guerra civil que duró once años, y Túnez, donde arrancó la «primavera árabe” en 2010 y uno de los países que la yihad considera estratégicos. Y no se trata sólo de que las antiguas actitudes anticolonialistas hayan cobrado nueva vida con el islamismo en esos países, lejos de Francia. El hecho es que ese revival puede prender dentro del país, en algunos sectores de la población musulmana, cifrada en torno a los 5 millones de personas (de un total de 66).

Siendo este un factor importante para comprender la cuestión terrorista en Francia, también conviene tener en cuenta que no lo explica todo. Otros países europeos, como Gran Bretaña y Alemania, cuentan también con importantes poblaciones musulmanas (aunque es cierto que Gran Bretaña, por su insularidad y su no pertenencia a Schengen, cuenta con instrumentos de control inconcebibles en Francia). Y esos mismos países, en particular Gran Bretaña, están teniendo un papel tanto o más activo que Francia en el gran Oriente Medio sin haber tenido que sufrir una ofensiva como la que ha venido padeciendo Francia. Sin contar, finalmente, con que el compromiso bélico de Francia no es anterior al desencadenamiento de la ofensiva terrorista en el país. (Lo cual, por otra parte, añade al mérito de los franceses.)

Los datos, en este sentido, son brutales. Desde enero de 2015 han muerto en Francia 230 personas, 130 de ellas el 13 de noviembre en París. A los grandes ataques de Charlie Hebdo y el Hyper Cacher, el Bataclan y Niza, se suman atentados terroristas menos espectaculares, pero también brutales, por ejemplo los cometidos por atropellamiento con coche el 22 de diciembre de 2014 en Nantes, la decapitación del 26 de junio de 2015, el asesinato de dos policías el 13 de junio de 2016, entre otros múltiples ataques y agresiones con heridos y destrozos. Ningún país europeo ha vivido en tan poco tiempo tres ataques como los sufridos por Francia desde el de Charlie Hebdo ni un período tan prolongado de violencia terrorista. Hay que remontarse a la España de los ochenta y a la Irlanda del Norte sacudida por el enfrentamiento entre católicos y protestantes.

Conviene por tanto preguntarse qué está ocurriendo en Francia, más allá del compromiso bélico, del pasado colonialista y de la presencia de población musulmana.

Una parte de la respuesta la aporta el informe de la comisión parlamentaria de investigación de los atentados de 2015, publicado diez días antes del atentado de Niza. Lo que revela este informe es una serie de fallos sistemáticos en la lucha antiterrorista, que van desde la descoordinación, los agujeros en la información compartida, la ineficiencia de algunos servicios y la falta de recursos. El informe ha desencadenado las críticas de la oposición (no populista), que hasta ahora había mantenido un perfil bajo en este asunto. Se puede lamentar el final del consenso, pero también cabe preguntarse si este, en ciertas circunstancias, no sirve más que nada para evitar enfrentarse a la realidad, como si se reprodujera en este punto el bloqueo que permite a la vida política francesa sortear la presencia del nacional populismo sin atacar los problemas.

En otro orden de cosas, aún más intratable, está el modelo político que propone Francia con una República empeñada en la reconversión laica, no del Estado, que eso ya se realizó, sino de la sociedad entera. La fascinación hacia Francia y sus principios republicanos, en particular en España donde alcanza una intensidad próxima a la ceguera voluntaria, conduce a ver en esta política un modelo. En realidad es una excepción, una forma de comprender la relación entre la religión (y la sociedad) y la política que no se da en ningún otro país y que, de hecho, está fallando. Ni la identidad de Francia se resume en el republicanismo, ni la religión cívica republicana vertebra íntegramente la sociedad francesa, menos igualitaria, fraternal y libre de lo que tiende a hacer creer el republicanismo (lo cual no es negativo en todos los casos), ni el proyecto laicista sabe lo que hacer cuando se encuentra con una población que no está dispuesta, como ocurre con los franceses musulmanes, a transferir la religión a la esfera estrictamente privada.

El islamismo, esa regresión absoluta y, como cualquier terrorismo, injustificable, encuentra un terreno abonado en esta sociedad que carece de instrumentos de integración.

El Medio, 21-07-16