Crónica desde Caracas
El domingo 30 de mayo, sobre las tres de la tarde escuché por la radio a Hugo Chávez, el presidente de Venezuela. Con su desparpajo característico, contaba algunas anécdotas de la cumbre de Guadalajara, en México, a la que acababa de asistir con diversos mandatarios de habla hispana. Contó que había comulgado, es decir que “había bebido en una copa la sangre de Cristo”. Después se refirió a su encuentro con Rodríguez Zapatero. Según Chávez, Zapatero representa una “nueva España”, y esta “España nueva” es por fin sensible a los auténticos intereses de los pueblos latinoamericanos, sojuzgados por el “imperialismo “de la administración Bush y la oligarquía de Washington”. No faltó la referencia a la “injusta e ilegítima ocupación de Irak”, otro punto de coincidencia entre Chávez y Zapatero. Días antes, el socialista Txiqui Benegas había llegado a Caracas como emisario de Zapatero para entrevistarse con representantes del gobierno de Chávez. Luego el gobierno español ha nombrado como nuevo embajador, de los llamados políticos, a Raúl Morodo.
Cuando escuché las declaraciones de Chávez me encontraba en un coche en pleno centro de Caracas, en un atasco monumental provocado por los preparativos de un mitin que estaban organizando los “chavistas”. Habían montado un escenario, todo cubierto de rojo, que cortaba la avenida en la que nos encontrábamos. Los “chavistas” iban a festejar el final del “proceso de reparos” que había estado desarrollándose ese mismo domingo y los dos días anteriores, 28 y 29 de mayo.
Según la Constitución venezolana, es posible convocar un referéndum para despedir a cualquier cargo electo a mitad de su mandato. Para eso es necesario reunir un número determinado de firmas. En este caso, el mandatario en juego era Hugo Chávez, el propio presidente de la República. La convocatoria del referéndum requería 2.436.086 firmas. La oposición a Chávez había reunido 2.567.131, cifra más que suficiente. Pero el Centro Nacional Electoral (CNE), organismo encargado de establecer el censo electoral y gestionar los procesos de elecciones, impugnó 1.200.000 firmas.
El “proceso de reparos” consistió en que los 1.200.000 votantes impugnados por el CNE podían acudir a su centro electoral para revalidar su firma. Para ello debían escribir su nombre, estampar su firma y dejar impreso, en el libro preparado al efecto, la huella dactilar de su pulgar derecho. Además, los votantes cuyas firmas habían sido declaradas válidas podían retirar su apoyo al referéndum. Esto le daba ventaja a Chávez, porque si bien los votantes podían retirar su apoyo, quien no hubiera firmado antes no tenía la posibilidad de sumarse ahora a la convocatoria del referéndum.
Llegamos al colegio electoral, llamado “centro de reparos”, sobre las 15’30. Apostado a pocos metros de la puerta de entrada estaba un grupo de partidarios del gobierno, unas veinte personas vestidas con camisetas y gorras rojas. Se limitaban a permanecer allí, coreando de vez en cuando algún slogan chavista y dando información a los transeúntes. Lo mismo hacía un grupo más pequeño de opositores, situados cerca. Dentro del “centro de reparos”, una unidad militar al mando de un teniente joven se encargaba del orden y de la custodia del material electoral. La mesa estaba compuesta por dos “agentes de reparo”, uno por el partido del gobierno y otro por la oposición, dos “testigos” con la misma representación y un técnico informático. En este centro, como en todos los que tuve ocasión de visitar (unos veinticinco), el proceso se desarrolló siempre en buena armonía y sin presiones.
Fuera no reinaba la misma tranquilidad. El Ejército tomó pretexto de algunos supuestos incidentes entre los grupos políticos apostados fuera para presentarse ante algunos centros, lo que interrumpió la recogida de firmas. En un centro, una mujer joven se presentó para retirar su firma y, cuando se disponía a hacerlo, se echó a llorar diciendo confusamente que lo hacía forzada por su marido inválido. Sin duda ha habido presiones para la retirada de firmas, algo relativamente fácil en una sociedad como la venezolana, muy dependiente del gobierno, que controla directamente el petróleo, la gran fuente de riqueza nacional que llega al 80% de las exportaciones.
El incidente más grave, del que no fui testigo directo pero que conocí por el relato de quienes acababan de protagonizarlo, fue el allanamiento de un domicilio particular por la policía política venezolana en busca de una máquina de “clonación de cédulas”. Cuando se vio que el proceso se desarrollaba con normalidad y que la gente acudía sin miedo a “reparar” –corroborar- su firma, empezó a correr el rumor de que existían centros donde se duplicaban documentos de identidad para ejercer fraudulentamente el derecho a voto. El allanamiento al que me refiero se produjo sin mandato judicial y aunque no hubo violencia ni se encontró nada, fue aparatosamente divulgado. En el mismo centro en el que yo me encontraba el domingo 30 de mayo, fue congregándose un grupo cada vez más numeroso de partidarios del gobierno, con el ánimo evidentemente alterado. Llegaron a ser un centenar. Seguían gritando consignas y de vez en cuando se oía un petardazo. Dentro los participantes en el proceso se tomaron las cosas con paciencia. Los representantes del partido gubernamental no parecían sentirse muy orgullosos de sus correligionarios. El Ejército aseguró que quien quisiera entrar a firmar pudiera hacerlo sin problemas.
En total, la oposición ha conseguido corroborar las suficientes firmas para la convocatoria del referéndum. Ahora le toca a Chávez demostrar su voluntad de respetar la Constitución y la democracia. Del proceso se pueden deducir varias cosas. Primero, que la oposición venezolana es lo suficientemente fuerte y valiente como para no plegarse a la presión del gobierno: consiguió reunir las firmas y ha conseguido superar el obstáculo de los “reparos”. Después del desdichado intento de golpe de Estado, ahora ha recobrado moral y credibilidad. Deberá encontrar la forma de aunar fuerzas y dotarse de algún tipo de liderazgo capaz de sacar los frutos del esfuerzo. Segundo, que la ruptura dentro de la sociedad venezolana no se está produciendo entre chavistas y oposición, sino entre la sociedad venezolana en su conjunto, muy apegada a las libertades democráticas, y el gobierno de Chávez.
Chávez es un caudillo clásico, inspirado en Fidel Castro y dispuesto a hacer una revolución a la cubana en su país. Pero le resultará muy difícil romper del todo las reglas del juego democrático. Puede transgredirlas, como ha hecho estos días encarcelando sin razón alguna a un alcalde opositor, Henrique Capriles, del partido Primero Justicia. Puede obstaculizarlas, como ha hecho con el propio referéndum o, por ejemplo, con la contaminación política del poder judicial. Pero no podrá forzar a los venezolanos a aceptar su revolución neocastrista. A pesar de su populismo, no es un gobernante popular. Sus políticas han empobrecido a Venezuela, que ha retrocedido a los niveles de los años 40. Sólo la subida del precio del petróleo mantiene la viabilidad del proyecto. Según algunas encuestas, un 70% de la población no apoya a Chávez, aunque otro 40% no simpatiza ni con el gobierno ni con la oposición.
Por eso es tan importante el punto tercero. Zapatero, tal vez para diferenciarse del gobierno del Partido Popular, parece dispuesto a jugar la baza del populismo en América Latina. Debería intentar comprender que todo lo que contribuya a apuntalar la deriva chavista contribuirá al atraso económico y al retroceso antidemocrático. Ni el prestigio de España, ni el pueblo venezolano, ni el conjunto de América Latina, que mira con mucha atención los pasos que se están dando en Caracas, se merecen una política tan frívola, tan desgraciada.
El Mundo, 06-2004