Los refugiados de Europa
Hay argumentos de sobra para una mayor generosidad europea ante los refugiados africanos y de Oriente Medio. Los países de la Unión son ricos y aunque el número de refugiados está en aumento (265.000 en lo que va de año, tanto como todos los que llegaron el año pasado), seguimos acogiendo pocos en relación con otros países menos prósperos, como Líbano (1.200.000), Jordania (630.000) y Turquía (1.900.000). En contra de lo que se suele decir, los refugiados, como en general los inmigrantes, no constituyen una carga para las sociedades que los reciben. Suelen traer nuevas ideas, nuevas energías e incluso una voluntad de esforzarse que a veces falta en las mentalidades de los nativos, convencidos de que tienen todos los derechos y muy pocos deberes. Además los países europeos, que han optado por abstenerse ante los conflictos vecinos, como si no les concernieran, tienen que hacer frente a las consecuencias de estos. La ola de refugiados es una de ellas.
Angela Merkel afirma, con razón, que la crisis migratoria, por así llamarla, puede poner en riesgo el espacio Schengen, que es tanto como decir uno de los pilares de la Unión, el de la libre circulación de personas entre los países miembros de la UE. Si este cae, como es posible que ocurra, volveremos a las fronteras entre naciones europeas. En consecuencia, saldrán reforzadas las tentaciones nacionalistas contra las que se ha construido la Unión y frente a las que Alemania es, ahora mismo, el más firme bastión. (De ahí la inquina de los nacional populistas de todo pelaje.) Merkel hace bien en avisar que la incapacidad para encontrar una respuesta común a la ola de refugiados pone en peligro la propia Unión Europea.
También es verdad que la acogida de los refugiados plantea un problema distinto. No era obvio que el espacio europeo tuviera que ser un espacio multicultural como aquel al que parece que estamos abocados sin remedio. La Unión no traía aparejada ni la desaparición de las identidades nacionales, ni el de la cultura que sirvió de fundamento a la democracia liberal. Desde esta perspectiva, quienes piden a los ciudadanos europeos más generosidad –en particular los líderes políticos- deberían ser también capaces de ofrecer proyectos de sociedad, y de Unión, en los que esos mismos ciudadanos pudieran reconocerse. La Unión no es sólo un proyecto político, como no lo son las naciones que la componen, ni toda aspiración a preservar y continuar la cultura propia es una declaración de nacionalismo.
La Razón, 03-09-15