República Popular China. 70 años
Durante buena parte de la historia, China fue el país más desarrollado y más rico del mundo. Le tomó la delantera Occidente, hace cinco siglos, cuando emprendió el camino que llevaría a la modernidad. Durante este tiempo, China fascinó a las elites occidentales, que acabaron viendo en ella un territorio propicio a la expansión imperialista. Entonces China fue sometida a invasiones y expolios de los que se recobraría, políticamente, con la proclamación de la República Popular hace 70 años. Nadie en China ha olvidado aquella larga humillación.
La unidad y la independencia política no se tradujeron en prosperidad ni en prestigio. Para eso tendría que acabar el maoísmo y llegar la nueva etapa de consolidación y apertura económica. Desde entonces, China ha vuelto a convertirse en una potencia mundial. Y, en general, los ciudadanos chinos están orgullosos. Orgullosos de formar parte de un país que en cuarenta años ha permitido a unos 800 millones de personas salir de la pobreza. Y orgullosos de haber vuelto a ser una gran potencia mundial, la más dinámica en cuanto a inversiones exteriores, con planes estratégicos de desarrollo global, y la primera ya en algunas cuestiones relacionadas con la tecnología y la seguridad.
El papel en todo esto del partido y del régimen comunista es ambiguo. Primero consolidó la nación pero impidió el crecimiento. Luego, desde Deng Xiaoping, lo ha propiciado. En contra de lo que muchos esperaban, el desarrollo no ha traído la democracia liberal. Al revés, se ha podido decir que hoy China es menos libre que hace treinta años. Es posible que la opinión china, que no da síntomas de estar descontenta con el sistema, considere que en el siglo XX ya padeció suficientes experimentos políticos. El régimen comunista no sólo ha hecho posible el desarrollo. También ha reconciliado a China con su antigua grandeza y con una forma de entender la política, y la sustancia misma de lo político, distinta de la tradición occidental.
Nada de esto puede hacer olvidar el Estado policial, la represión, las acciones próximas al genocidio que se llevaron a cabo en Tíbet y hoy en día en Sinkiang. Tampoco la corrupción ni la opacidad en la que, al menos en parte, ha tenido lugar el desarrollo económico chino. Ahora bien, también supone una lección de humildad a quienes todavía fingen creerse el centro del mundo.
La Razón, 03.10.2019