Rajoy. Política para adultos
Mariano Rajoy llegó al punto más alto de su carrera en las peores condiciones posibles. No es una paradoja inhabitual. En su caso, el país estaba al borde de la quiebra y de la intervención exterior, con una brutal destrucción de empleo –y el consiguiente empobrecimiento general-, la caída de los ingresos del Estado, el sistema financiero en bancarrota, y todo eso con las tensiones secesionistas en maceración. No era posible contar con un interlocutor en la oposición. En realidad, no la había, como no lo fuera al modo espasmódico e imprevisible de quien tiene que volver a descubrir cuál es su identidad.
No sabemos qué sintió Mariano Rajoy ante la soledad que le esperaba una vez instalado en la Moncloa, el 21 de diciembre de 2011, hace cuatro años exactos. La Moncloa es un sitio solitario por naturaleza, a pesar de la mucha gente que lo puebla, y esta vez lo iba a ser aún más. En cuanto a las ilusiones, Rajoy se debía de hacer muy pocas. En su propio partido, ya sabría con quién podría contar y con quién no. Muy pronto habían quedado claras las líneas de ruptura, que no variarían a lo largo de la legislatura. Y aunque sin experiencia en el mundo de la empresa privada, Rajoy tenía, y sigue teniendo, tiene una muy larga experiencia en la administración y en la política, desde que en 1981 empezó como diputado en las primeras elecciones autonómicas gallegas, hasta llegar a la Presidencia del Consejo de Ministros. A Mariano Rajoy a aquellas alturas de 2011 y 2012, le quedaban pocas cosas por ver. Desde la campaña del “No a la guerra” en Irak (una decisión que, según testigos autorizados, él mismo pidió que se explicara bien) hasta el “Nunca mais” con el que, una vez más, la izquierda española volvía a dejar bien claro que el centro derecha carece de legitimidad para gobernar su país.
Rajoy no se achantó y su gobierno tomó de inmediato medidas que iban a cambiar profundamente la situación, y la sociedad española. La subida de impuestos demostró que estaba dispuesto a afrontar la oposición de sus propios votantes, mientras que la reforma laboral, promulgada en febrero de 2012, dejó claro que estaba dispuesto a hacer cosas que hasta ahí eran consideradas impensables. La prioridad quedaba marcada: salir de la crisis, crear empleo y evitar el rescate –la intervención exterior- que habría demostrado la incapacidad de los españoles para gobernarse.
Para llevar a cabo las reformas necesarias, iniciadas desde el primer momento, Rajoy seguiría lo que su carácter y su experiencia le aconsejaban. Ante la posibilidad de una oposición tanto más salvaje cuanto que carecía de cauces claros (y con el recuerdo del 15-M bien presente), prevaleció lo que parece una desconfianza natural en él ante cualquier movilización. Y ante la posibilidad de que un partido tan complejo como el Popular se rompiera, dada la envergadura y la complejidad de las reformas, entre ellas las derivadas de la corrupción en el propio PP, optó por un perfil muy bajo en lo ideológico, el mismo que le había llevado a alejarse de “conservadores y liberales” unos años antes. También quedaba descartado, como es natural, cualquier recurso a la retórica sentimental.
La política de reformas se articuló así, no en un discurso reformista explícito, sino en el sobreentendido de que los márgenes eran muy pequeños y no cabían demasiadas alternativas si se quería salir de verdad de la recesión. Rajoy planteó una política de adultos para personas formadas, las que saben distinguir el interés propio del interés general, y la vida real de las emociones. Desde la perspectiva de Rajoy (y aquella en la que Rajoy esperaba que estuviera una mayoría de españoles) no había nada más que decir o, tal vez, todo lo que se dijera resultaba ridículo, pomposo, inmaduro, falso. Se le iba a oponer aquello mismo que la actitud de Rajoy descartaba: los sentimientos, las emociones desatadas, las grandes frases, las metáforas, los horizontes sublimes… y la juventud.
A la empresa de infantilización de la opinión pública que hemos vivido estos años, Rajoy no opuso nada que no fuera algo que es más profundo que el sentido común: la apelación permanente al principio de realidad. Las cosas son como son, y no hace falta decirlo… El silencio de Rajoy ha sido tan denso que a veces parecía un comentario sarcástico del infantilismo de sus adversarios. Así se pudo llegar a hablar de arrogancia e indiferencia para lo que era una invitación a pensar con la cabeza. Resultará paradójico, pero esta actitud, casi imposible de adjetivar, ha acabado siendo más moderna que la avalancha de eslóganes azucarados – en el límite mismo de lo tolerable- que hemos padecido estos años.
La Razón, 21-12-15