Ley Trans. Promesa de felicidad
El borrador de la ley Trans presentado por Unidas podemos gira en torno al punto clave de la “despatoligización” de la reasignación o cambio de género. De aprobarse, no habrá ninguna exigencia de cirugía o de tratamiento hormonal, ni de ningún otro tipo, para que una persona pueda hacer constar oficialmente su identidad de género. (Lo explica bien Pablo de Lora en su libro Lo sexual es político -y jurídico-.) Lo que durante mucho tiempo se diagnosticó como disforia, o trastorno de identidad de género, no es por tanto una enfermedad. Es un problema de identidad y para tratarlo deben considerarse medios referidos a un cambio de percepción por parte de la sociedad, que habrá de dejar de considerar el asunto como una patología de la que se pueda curar al sujeto. También habrá de prestar la ayuda que sea posible para adecuar la realidad a la identidad.
Hace unos años, la transexualidad tampoco era una cuestión de elección. Al contrario, como la homosexualidad o la heterosexualidad -lo que ahora se llama, estúpidamente, “opciones sexuales”-, era una realidad ajena a la voluntad de la persona. Se le imponía como un hecho insuperable, presente en cada momento, en todos los hechos de la vida. Hasta tal punto que adecuar la realidad a la identidad significaba, y significa, emprender un proceso extraordinariamente complejo y -siempre- doloroso, por el gigantesco reajuste social, afectivo, psicológico, anatómico y de costumbres que requería y sigue requiriendo.
Proceso, además, sujeto a múltiples riesgos, ya desde la inicial toma de conciencia de que la realidad anatómica no corresponde a la propia identidad, hasta el momento de afrontar la mirada de los demás una vez realizada la transición, pasando por todas y cada una de las etapas del proceso, reajustes familiares y quirúrgicos incluidos. Una persona sometida a tales tensiones está siempre fragilizada, como lo muestra la elevada tasa de intentos de suicidios entre las personas trans.
Una sociedad civilizada tiene la obligación de ayudar a paliar los problemas que plantea esta situación. Lo hará mediante una mayor tolerancia, es decir un grado más alto de humanidad, y facilitando la transición. También tiene el deber, sin embargo, de no esconder ni disimular la dificultad del proceso al que se enfrenta la persona trans, intrínseca al problema de identidad que se plantea.
Este es, de hecho, uno de los aspectos más censurables del borrador presentado por UP. El borrador tiene efectivamente, un lado ideológico, o político, que lleva a poner en cuestión todo el régimen de la identidad sexual vigente en nuestras sociedades a partir de la realidad trans. Peor aún, sin embargo, es que sugiera que de ese modo se va a resolver, como por milagro, el problema que plantea (y se plantea) una persona trans. No es así. Promulgada la ley, subsistirán las dificultades y, sobre todo, quedará el hecho de que la nueva identidad de género no implica una nueva identidad sexual. Ni la mujer ni el hombre que salen del proceso de cambio lo son anatómicamente, por mucho que el resultado contribuya a una vida mejor -y ya por eso habrá valido la pena.
En realidad, la persona transexual puede llegar a ser un modelo ético por la valentía y la entereza con la que ha afrontado un cambio de una extrema dificultad, pero también por la actitud que adopta ante un hecho trágico, propia del ser humano, como es el desfase entre aspiración y la realidad.
Muy distinto es lo que propone el borrador de la ley, que consiste en embarcar a las personas en un proceso de inmensa complejidad, con la promesa de una felicidad imposible y el cebo de estar participando en un cambio social que instaura el desorden y la anomia en el centro mismo de la relación social.
Libertad Digital, 05-02-21