El profeta. Alexander Solzhenitsyn (1918-2008)
Al principio de Agosto 1914, la novela de Solzhenitsyn con que luego dará comienzo el extraordinario ciclo de La rueda roja, el joven Sania, en trance de presentarse voluntario para participar en la guerra del 14 contra Alemania (a pesar de ser pacifista, y vegetariano), coge el tren y se acerca a Yásnaia Poliana, la hacienda de Leon Tolstoi. No se atreve a entrar por la puerta, pero salta la zanja y se interna por una avenida, primero de abedules, luego de arces y por fin de tilos. Al llegar a un claro, se da cuenta que Tolstoi anda paseando por allí, concentrado en sus pensamientos. Se abraza a un gran tilo para esconderse, hasta que se decide a salir y presentarse. Tolstoi se fija en su gorra de colegial y Sania se atreve por fin a preguntarle si ha entendido bien cuál es el fin del hombre en la tierra, sin darse cuenta de que él mismo no lo ha dicho. Acostumbrado a estos encuentros, Tolstoi le contesta con claridad: “Servir al bien. Y sólo así crear el Reino de Dios en la tierra.” Y a la nueva pregunta de Sania (¿”Cómo? ¿Con amor?”), Tolstoi vuelve a contestar: “Claro. Sólo con amor.” (La novela cuenta luego otro encuentro fortuito, el del coronel Vorotsíntsev con el general alemán von François, vencedor en la decisiva batalla de Tannenberg.)
Mucho más tarde, en sus Memorias (Coces al aguijón) publicadas en los años 70, Solzhenitsyn contó cómo mandó a Alexandra Lvovna Tolstaïa, que vivía en Estados Unidos, un manuscrito microfilmado y disimulado en el dorso de un libro. No conocía a nadie en Occidente, dice, pero estaba seguro que la hija de Tolstoi le ayudaría.
La literatura y el amor, o la verdad. Es imposible separar la una de los otros dos en la vida y la obra de Solzhenitsyn. A menudo pensamos en él como un hombre empeñado en batallas ideológicas, que evolucionó del anticomunismo a una eslavofilia que le llevaba a hacer una dura crítica de Occidente de la que no se salvaba el capitalismo que tuvo ocasión de conocer, aunque retirado en su casa, durante los 19 años que pasó en un pequeño pueblo de Vermont, Estados Unidos.
Y sin embargo, la tarea de Solzhenitsyn fue durante muchos años escribir, escribir sin cansancio, en cualquier sitio –en las marchas, en el campo, en los trabajos forzados-, memorizándolo todo y quemando cualquier rastro de escritura para sustraerlo a la policía. Hay que imaginarse a Solzhenitsyn escribiendo así, más allá de cualquier clandestinidad imaginable, en el infierno mismo, para dar testimonio de lo que estaba viendo. De ese empeño nació esa crónica feroz que es Un día en la vida de Iván Denísovich, sobre la vida de un prisionero en un campo de trabajo y su única obra publicada en la Unión Soviética. Luego llegaría el monumental Archipiélago Gulag, que recoge, además de su propio testimonio, el de 227 encarcelados. Obra árida por momentos, difícil de leer y de la que el lector sale renovado. Es lo que ocurrió en Occidente cuando fue publicada y en aquel mismo instante, en 1973, acabó con el prestigio del que todavía gozaba el comunismo. (No en todas partes: se recordará, como ha hecho Julia Escobar, lo que dijo de él Juan Benet, modelo de señorito comunista.)
Escribir quería decir escribir en ruso y sobre Rusia: sobre lo ocurrido bajo el comunismo, como en El primer círculo o en Pabellón de cáncer, de inspiración autobiográfica, y en realidad sobre el conjunto de la tragedia rusa del siglo XX. Ahí está La rueda roja, de la que en castellano sólo está traducido Agosto 1914, y que fue evolucionando de una novela clásica a otra que, sin perder nunca la tensión y el hilo narrativo, se volvió cada vez más heterogénea, de estilo más nervioso, más cinematográfico, visual y documental, pegado a una realidad brutal y a la vez de extrema complejidad. (Hay que leer el monólogo de Lenin el 5 de mayo de 1917 en Abril 17, “cuarto nudo” de La rueda roja, precedido del relato del mitin contra el mismo Lenin del día 29 de abril, o el inolvidable retrato de Stalin en El primer círculo.)
Más allá incluso del infierno comunista. Solzhenitsyn llegó a fundirse, gracias a la escritura, con su pueblo. Y es ahí donde comprendemos su verdadera estatura, la de un profeta que se ha adentrado en lo más profundo y sale del vientre del monstruo para dar testimonio de la dignidad del ser humano y de las dificultades que afronta quien se decide a darle cumplimiento –más que nunca en un mundo que ha querido olvidar a Dios. Sin quitarle un ápice de su valor como testimonio histórico, es de eso de lo que habla sin tregua Solzhenitsyn. Cuando murió, hace algo más de diez años, habiendo nacido noventa años antes, se fue el último de los grandes.
Ahora que se extiende por el mundo desarrollado una rebelión contra la ideología que se ha impuesto en estos años –desde la publicación de Archipiélago Gulag, paradójicamente-, releer su discurso de Harvard, o el de aceptación del Nobel de 1970, que no pudo pronunciar por no estar presente en la ceremonia, resulta esclarecedor. Los profetas no sólo comprenden el presente. También ven el futuro.
Libertad Digital, 15-12-18