La UE y el trumpismo
La reciente visita del presidente de los Estados Unidos a Gran Bretaña ha traído aparejado el habitual repertorio de observaciones poco diplomáticas, por parte de Donald Trump, y quejas y protestas por parte de quienes no quieren verlo ni en pintura.
Por supuesto que las bravuconadas de Trump son imposibles de defender, pero no estaría de más que quienes muestran tan abiertamente su rechazo intentaran entender las raíces de su posición, en particular en lo que concierne a la Unión Europea. Efectivamente, hay en la Unión Europea actual la pretensión implícita de servir como modelo universal, como en los viejos tiempos en los que Europa gobernaba el mundo entero. Eso se ha acabado y lo que a muchos europeos, y en particular a los más eurófilos les resulta evidente, hasta el punto de considerar anatema cualquier posibilidad contraria, no lo es fuera de la UE. No lo son la integración y la posible disolución de las naciones en una instancia superior, que desde fuera ofrece importantes disfuncionalidades institucionales. Y tampoco lo es el programa progresista, objeto de dogma en la UE, que sirve de amalgama a la actual Unión, y en el que el cambio climático va a la par de las cuestiones de género. La combinación entre esta última agenda liberal-progresista y otra de austeridad económica, relativamente liberal, también resulta llamativa fuera de la UE, como empezó hace tiempo a serlo dentro.
No se trata de defender posibles alternativas. Se trata de comprender la originalidad del modelo de la UE y el por qué no provoca fuera el entusiasmo que muchos creen que debería provocar, como demuestra el ejemplo de Trump –reflejo en esto de su electorado y de la corriente de opinión que lo mantiene, aquellos que el analista Walter Russell Mead llama “jacksonianos”– cada vez que habla de la Unión. Tampoco se entiende bien otra combinación, que es la de la aspiración universalista, por un lado, y, por otro, la escasa disposición a aumentar las inversiones en defensa, ni siquiera dentro del marco de la OTAN, crucial para la propia UE. La actitud contrasta con la eficacia de la misma Unión a la hora de defender los intereses comerciales de sus países miembros. Y puede ser entendida como un cierto señoritismo, como si los países y los ciudadanos de la UE se mostraran realistas en unas cosas e idealistas en otras.
La Razón, 06-06-19