Seymour Martin Lipset
A lo mejor Beckham cambia las cosas, pero la gente siempre se ha preguntado por qué los norteamericanos no han conseguido nunca aficionarse al fútbol europeo. Otra pregunta clásica es por qué quince años después de que Canadá y Estados Unidos decidieron adoptar el sistema métrico decimal, Canadá se “había vuelto métrica”, por calcar la expresión inglesa, y los estadounidenses seguían midiendo las distancias en millas y no en kilómetros.
El gran estudioso y sociólogo Seymour Martin Lipset, que acaba de fallecer a los 84 años, se pasó buena parte de su vida investigando esta clase de peculiaridades. La fundamental, claro está, es por qué el socialismo no prendió nunca en Estados Unidos. Todo parecía destinar a Estados Unidos a ser la patria auténtica del socialismo: industrialización precoz, ausencia de jerarquías, culto a la igualdad, madurez del capitalismo… Pues bien, fue al revés. Los norteamericanos jamás tuvieron ocasión de disfrutar de las bondades del socialismo.
Cuando el socialista Norman Thomas se presentó contra Roosevelt en un momento tan favorable para las ideas socialistas como la Gran Depresión, consiguió… 187.000 votos. A finales de los años 30, en uno de los momentos de mayor difusión de las estupideces comunistas, casi el 45% de los afiliados al Partido Comunista eran intelectuales o empleados. La clase trabajadora, si es que eso existió alguna vez en Estados Unidos, andaba ocupada en otras cosas. Los sindicatos, tan importantes o más que en Europa, tuvieron siempre una veta más anarquista y antiestatal que socialista. Luego Roosevelt los compró a fuerza de dinero público y los instaló al lado de la Casa Blanca. Se hicieron aún más anticomunistas –es decir, antisocialistas- que antes, que ya es decir.
Muchos se habían hecho la misma pregunta antes que Lipset. Tocqueville, sin plantearla abiertamente, porque en su tiempo el socialismo todavía era una pesadilla por venir, advirtió cómo la sociedad norteamericana combinaba de forma muy peculiar valores democráticos (igualitarismo) y aristocráticos (libertad, responsabilidad, individualismo). A lo mejor así los norteamericanos conseguían evitar la catástrofe que provocaría la democratización de los países europeos, una catástrofe que acabaría llamándose socialismo.
Más tarde el alemán Werner Sombart escribió un estudio clásico, que centró el asunto con un título inapelable: Por qué no hay socialismo en Estados Unidos (1906).
Curiosamente, cuando Lipset estudiaba en la Universidad en Nueva York, en los años 30, decidió jugar a la excepción dentro de la excepción. Se afilió a la Cuarta International, como otros compañeros de su generación, entre ellos Irving Kristol. Al menos el socialismo de aquellos muchachos intelectuales de clase media y pocos medios, muchos de ellos judíos, fue antiestalinista.
Lipset y buena parte de sus amigos –Daniel Bell y Nathan Glazer, entre otros- abandonarían pronto aquellas… veleidades. Algunos de ellos acabaron conformando el núcleo de la primera generación, la grande, de neoconservadores, o neoderechistas: intelectuales y políticos desencantados con una izquierda que parecía haberse empeñado, a partir de los sesenta y los setenta, en destruir la identidad norteamericana. El trayecto que lleva a la derecha –en el caso de Lipset a la derecha del Partido Demócrata- llevó por tanto también a un nuevo compromiso personal ante la nación y su propia identidad. Lipset y sus amigos no sólo reflexionaron acerca de la traición del progresismo a la libertad y a la patria. También tuvieron que comprometerse con su nueva posición. Una de las consecuencias es que Lipset, como muchos otros del grupo, se mudó de Nueva York a Washington.
Seymour Martin Lipset fue de los que menos vocación política tenía. Lo suyo era la enseñanza, la investigación y el trabajo académico. Fue un hombre respetado y querido por su humildad y su honradez. Era un gran despistado. Tenía fama de pésimo conductor y en su despacho lucían un retrato de Tocqueville y otro de uno de los grandes jugadores de béisbol. Supo preservar la sencillez del norteamericano sin pretensiones. Tan sofisticado en sus análisis, era de una naturalidad completa en la vida.
Siempre estaba dispuesto a hablar con los medios. Un periodista dijo de él que era el intelectual más útil de todos los que conocía. Probablemente quería decir que era el único que servía para algo. En el fondo, Lipset se movía con una extraordinaria elegancia en la tradición antiintelectual norteamericana, que él conocía perfectamente. Habiendo sufrido un ataque de corazón hace algún tiempo, apenas hablaba, pero una vez corrigió a un visitante que había pronunciado mal el nombre de… Jacques Derrida.
Lipset, maestro de generaciones enteras de sociólogos y políticos –entre ellos el español Alejandro Muñoz Alonso-, avanzó diversas hipótesis para explicar el llamado “excepcionalismo” norteamericano, es decir, la ausencia de socialismo en Estados Unidos. Primero fue el poco éxito de los terceros partidos, una explicación poco satisfactoria en vista del éxito que habían tenido algunos partidos ajenos a los dos grandes, como ocurrió con Theodore Roosevelt en 1912 y con Ross Perot en 1992. Luego se inclinó por la movilidad social, un factor importante, sin duda, pero igualmente importante en los países europeos. La explicación última es la de la propia identidad norteamericana, los valores –las virtudes y los defectos- de la primera democracia del mundo.
Lipset se ocupó también del análisis de las institución democráticas, de cómo estas están hechas para disentir y no sólo para consensuar. Historió la extrema derecha y el sindicalismo en Estados Unidos. De origen ruso, le obsesionó el reto de la integración, esa idea tan norteamericana de una sociedad hecha para unir, primero, y luego para fomentar el individualismo. Se mostró muy crítico con el lado oscuro del sueño norteamericano, aunque afirmaba que no había forma de escindirlo del otro, el de las grandes virtudes cívicas y religiosas. Insistió una y otra vez en la naturaleza moral de su país. Los norteamericanos, decía, lo son –al menos en parte- porque creen en la existencia del Mal. Lo corroboran todas las encuestas. Y ahí está el fondo de la alergia norteamericana al socialismo.
Así que si quieren ustedes comprender la raíz primera del antiamericanismo, por qué los socialistas del mundo entero odian a Estados Unidos, no dejen de leer a Seymour Martin Lipset, de prosa siempre pulcra, elegante y atractiva.
Libertad Digital, 22-01-07